En tardes como esta, o como aquellas,
tardes que lentamente se envuelven en los hilos de la noche,
tardes de sábado o de domingo o de cualquier día.
En tardes comunes, cuando todos se han ido a vivir lo suyo en otros sitios
cuando solo escucho lo que sucede afuera,
los perros jugando a la guerra, el viento abriendo caminos con voz de fantasma,
un motor del otro lado de la montaña,
sonidos todos ajenos, comprendo varias sentencias universales de la soledad.
Y siento pinceladas de desolación.
Por eso la música sin tregua, por eso los largos textos y las más largas lecturas,
como escudos.
Así he aprendido a resguardar la ternura.
Antes se la llevaban, el abandono se sentía grande y al miedo lo acompañaba una pueril auto compasión.
Aquella caída libre es historia, lo de ahora es distinto.
No es la ausencia de quienes no dejan de irse, una y otra vez, la que me desordena.
Es mi propia forma de no estar la que me parte.
Llegada la noche,
termino de desaparecer.