Foquitos

Pienso en aquella Navidad, la primera después de la muerte.

Pienso en cómo supimos inventar otra manera de celebrar.

Pienso en la estampida de Navidades que nos han arrollado desde entonces.

Pienso en cómo, a pesar de las ausencias, aquí estamos todavía, encendiendo foquitos.

Foquitos

Pienso en aquella Navidad, la primera después de la muerte.

Pienso en cómo supimos inventar otra manera de celebrar.

Pienso en la estampida de Navidades que nos han arrollado desde entonces.

Pienso en cómo, a pesar de las ausencias, aquí estamos todavía, encendiendo foquitos.

Y no puedo dejar de pensar.

Poquita cosa

Le llamas «Tan poquita cosa». Tu interlocutora asiente. Atrás, en la fila que tantos compartimos, muerdo lentamente mi lengua, siento el fueguito conocido en las orejas y me limito a observar. Veo a la chica, a Poquita Cosa, reparo en sus ojos perfectamente delineados, en su gorrita cubriendo el cabello negro, brillante, recogido en un moño impecable, en sus manos, en su estampa de trabajo tan pulcra.

Sonríe. Sí, te regala una sonrisa, clara como cascada, mientras te entrega un vuelto.

Y no sé si es por lo que dices o por cómo lo dices o por la displicencia con la que recibes el vuelto, pero he de decirte que vemos imágenes absolutamente distintas. La mía muestra a una joven que crece segundo a segundo, que es mucho y es tanto, casi gigante.

No, para nada. Definitivamente no es una cosa.

Sabrá nadie cuál universo habitas, cómo lo asimilas para verlo así, desde una torre que existe únicamente en tu personal fantasía.

Mientras tanto, el fuego de mis orejas ha desatado un incendio adentro de mi cabeza que repite y repite: Definitivamente no es poco ni es cosa. Nadie lo es.

Las llamas devoran mi entendimiento.

Implosiona

Un frío abstracto recorre los caminos invisibles de la tarde noche. El último mes llega a la mitad. La melodía al piano, como de final de película triste, envuelve el hielo extraño de la sala.

Coloco las calcetas arco iris en mi pies helados y continúo la lectura de una historia que es desgarradora y fascinante a la vez. Memorias de una vida imperfecta escritas con magnificencia.

El frío se cala en cada rincón del cuerpo, camina sobre las ideas convertidas en imágenes tridimensionales. Desbocado, el frío entra por todos los orificios de mi rostro. Tanto, que puedo olerlo, escuchar su silbido. Tanto, que me arden los ojos.

Lo mismo hace la música sin voz, me perfora toda con la melancolía de sus acordes. El árbol de Navidad espía sobre mi hombro. Yo lo evito, nadie más está en casa y esa vieja certeza tiembla adentro de mis más profundas honduras. La soledad es un ánima, un espectro, a veces una amenaza con poder.

Si me descuido, su inercia permite que el extraño frío tome dimensiones incompatibles con los afanes de continuar y reinventar, con los deseos. Mejor volver a la historia, mejor cerrar los ojos.

De cualquier forma, una implosiona cuando las ráfagas de soledad se camuflan en la belleza. Porque hay tanta belleza alrededor. Empieza en la música, es hermosa y suave y dulce, como voces que susurran en las cuevas de un poema. Luego está la sala, vestida de Navidad y de historias, tan linda. Asomo a la ventana y la veo. La ciudad acunada en el regazo del valle, refulgente con millones de luces. Las montañas con brochazos rosa y malva la custodian. De pronto el cielo aspira los colores dejando una oscuridad solemne, como seda, como rebozo.

La implosión, alma adentro, escoge la belleza. Poco a poco la sensación solitaria se ablanda, parece almohada en casita de muñecas.

Sí, ya no duele la densidad de las ausencias.

En su lugar permanece toda la belleza, el libro, mis calcetas de arco iris.

Así sucede una vida imperfecta, pequeña dentro de la magnificencia.

Extintos

Llegas espeso, siete de diciembre, inmensamente denso, por la carga de los muchos recuerdos.

Fogatas que respondían a la algarabía infantil con risa de chispas, cuetillos como poporopos, la casa de los abuelos, los buñuelos, verdades grandes de una vida simple.

Aquellos fuegos, hoy extintos, asoman, como fantasmas, en tu ventana de calendario.

Llegas ancho, día de llamas antiguas, para que quepan tantas imágenes sepia,

Amplio, para la vasta memoria.

Sucedes inevitable, cada año, siete de diciembre.

Y me revientan en el pecho los ecos de tus viejas historias.