Crecen los tentáculos del insomnio dentro de mi cabeza, se mueven a sus anchas desarmando el reposo de todas mis habitaciones mentales, empujan a mis ojos por la espalda.
Cuentan leyendas de miedo y, desde la caverna de una carcajada atómica, me recuerdan que mis hijos están lejos, muy lejos, tan lejos.
Pregunta mi amigo por qué abogo tanto por las niñas, por qué escribo sobre ellas, por qué lloro su condición invisible, por qué me angustia su vulnerabilidad. «Si no tenés hijas» concluye esta persona querida.
Fui niña. Crecí con el privilegio de saber que mi educación era primordial. Me enseñaron a cultivar capacidades, creyeron en mí, tanto, que desde muy pequeña tuve responsabilidades, conocí la alegría de la gratificación y la sensación del fracaso.
Hubo a mi alcance lo necesario para crecer sin carencias. Desde techo y alimento hasta libros y experiencias formadoras. Fui alimentada, arropada, educada, escuchada y muy amada.
Crecí entre niñas, en una casa habitada solamente por mujeres. De mi madre aprendí que el trabajo es un compromiso sagrado, que si necesito algo tengo herramientas suficientes para alcanzarlo. Lo que a ella le tocó vivir me enseñó cuán frágil puede ser la experiencia humana. La manera en la que afrontó la adversidad ha sido la lección más grande de vida que he tenido, ninguna la supera. No tenía que decirme que las mujeres podemos, lo ha demostrado cada día de su vida. Lo he visto desde que era niña.
Nacimos, mis hermanas y yo, con suficiente curiosidad y capacidad de discernir. Ver cómo en este siglo XXI aún hay tantas niñas invisibles y atropelladas por la indiferencia, la violencia y la falta de justicia, nos pone a temblar.
Llegamos al mundo adulto con la confianza de la infancia y el arrojo de la juventud, llegamos con salud en la identidad y un mapa de sueños por alcanzar. Encontramos un destino de gente grande en donde aún existe hostilidad, barreras, diferencias. Nos hicimos adultas con la formación de los primeros años, bajo la suposición de que somos dueñas de nuestra libertad y en más de una ocasión no pudimos o supimos ejercerla. Conocimos muros que lastimaron nuestra frente. Con mucho a favor el camino no es fácil. Imaginemos el de las niñas sin educación ni esperanza ni la certidumbre de sus derechos.
Es cierto. No tengo hijas. Ser madre de hombres me ha formado en otros aspectos. Ser ciega ante lo evidente, ante lo triste, no es uno de ellos.
Desde este sitio de observación constante, con la experiencia de mi medio siglo y el lenguaje y las ideas por armas, estaré siempre aportando lo poco que puedo para que las niñas en condición vulnerable tengan voz. Lo mismo sucede con otras minorías.
Pero hoy me hablas de niñas. Y de niñas sé mucho. Fui una de ellas.
Tiene la vida formas ondulantes de colocarnos de frente con la adversidad somos espejos que se observan sosteniendo la respiración sus ojos sobre los míos, los tuyos, los ojos todos.
Llega la adversidad, disfrazada dentro de sobres de papel blanco letra negrilla Times New Roman un alfabeto incompleto escarchado.
Llega oculta en llamadas de fibra óptica que se cortan por una señal débil todo es débil.
Llega sentada como juez en un mensaje impersonal de texto de humo de letras mudas.
Aparece criminal envuelta en el silencio de quien no supo comprender adivinar, presentir.
Formas ondulantes marcan rutas de sombras la vida las dibuja para que en ellas viajen a sus anchas la pena el miedo un dolor inmenso acaso dos incertidumbres que se multiplican como casas en ruina después de una guerra.
Anidan todos los hijos del infortunio en el centro de nuestro mundo y nos rompen en mil pedazos como papel rasgado suelto en el viento.
La chica me ve leer. No la tablet, no el celular. La guapa joven ve cómo, alienígena yo, en ese café digital donde todos operan pantallas o pantallitas, leo un libro de papel, tinta y pasta. Un prodigio con aroma, con textura. Mientras me pierdo en la lectura, el separador, acompañante de la taza de café y el pastel de queso, descansa sobre la mesa. Es una tableta de cartón con una fotografía impresa en blanco y negro.
La chica lo ve y feliz declara
—¡Ah! ¡Es Alfred Hitchcock!
No supe si reír, llorar o darle un coscorrón. ¿Cómo le explicas a alguien tan amable y espontáneo que tu hígado hierve? ¿Cómo le decís que Asturias y Hitchcock pertenecen a dimensiones ajenas que a penas se interceptan?
¿Cómo me explico que alguien tan joven conozca a alguien tan viejo de un lugar tan lejano y desconozca a Miguel Ángel, el grande de grandes, el siempre vivo de esta tierra nuestra?
Me aferro al color de los crayones, a su capacidad de transformar. Los tomo como si fueran dedos de una mano que sabe de oscuridades, que ha bajado al abismo y sostenida por el misterio que guarda el color, encontró rutas irrepetibles de escape.
Pocos perciben lo que sucede cuando nos cobija el universo oscuro del pozo
El descenso ni siquiera lo ven llegar no pueden.
No entienden qué es ese sitio ni quiénes somos en esa nuestra versión la más vulnerable.
No conciben cómo aprendimos a no sentir miedo cuando el pozo abre sus fauces ni cómo descubrimos que para salvarnos en medio de tinieblas nuestras otras manos las de humo palpan paredes hasta encontrar las frazadas de un cobijo contradictorio.
No notan que para salir de ahí primero debemos llegar al fondo.