Te mentiría si dijera que amanecí
llorando por ti. Cuarenta y un años han formado un terreno tan grande, tan
variado, que todos los accidentes emocionales de mi geografía lo completan y
transforman a paso de tiempos, con el giro de los acontecimientos. Existen en
su superficie cronológica frondosos setos, verdes setos, que regados por tanta
lágrima vertida en tu honor, contienen una humedad permanente que mantiene vivo
tu recuerdo. También están los vallecitos felices en donde asoman flores de
nostalgia por los momentos que te has perdido, porque, hagamos lo que hagamos,
simplemente ya no estás. Esas flores son tu ausencia, o si querés verlo de otra
forma, son la presencia de tu memoria. En cualquier caso, son felicidades que
la vida regala a quienes quedamos a pesar de quienes nos dejaron. Una vida generosa.
Porque verás, padre, a estas alturas,
soy casi veinte años mayor de lo que eras tú cuando dejaste de respirar. Puedo
contarte una o dos cosas que la experiencia ha construido en mi interior. Te
asombraría lo que es el mundo hoy día. Serías tan feliz al ver cómo crecieron
tus nietos. Cada uno es un universo individual, todos son fuerzas distintas de
la naturaleza. Y tus hijas, padre, ¿qué opinarías al verlas? mujeres más
maduras que ingenuas, más viejas que jóvenes, con mentes de huracán y azúcar.
Una de ellas fragmentada.
Ya no es llanto lo que provocás. Lo mío por ti es una nostalgia larga, fluida, cristalina. Una pena mansa cuando me doy cuenta del movimiento sano de mis días, y, cuando me crecen los huracanes, una pena en furia porque tu muerte fue una tristeza a total destiempo, porque has hecho falta, porque no tengo tu piel de padre para descansar en ella. Pero hoy no, hoy no te lloro, hoy te recuerdo, como se recuerdan los mejores momentos, las presencias indispensables, como se recuerdan las felicidades profundas.