Déjala

Pueden —mundo y vida— paralizar mucho de ella.
Su camino.
Los sueños.

Pueden dejarla atónita,
desconcertada,
buscando calor en su propio abrazo.

Pero la parte del cuerpo que aprendió a mover desde que era niña
cuando la armonía aún se enredaba entre sus dedos,
esa no cede.

No sabe cómo.
Es más que un arrebato cadencioso,
más que una felicidad fugaz,
es un rito visceral para sobrevivir.


“Déjala que baile con faldas de vuelo, con los pies descalzos, dibujando un mundo nuevo.”

Aquella atmósfera

Vivíamos enMixco, el jardín inmenso de mi temprana infancia. El recorrido de regreso en bus, desde el colegio en la lejana ciudad hasta aquella parada verde, ocupaba dos días en la cronometría de mi mente niña. Mi mamá tenía que subir cada tarde de cada semana a recoger el bulto dormido en que me convertía durante todos mis trayectos.

Un hilito de saliva dulce resbalaba por la comisura de mis labios. Mi rostro de cuatro o cinco o seis años, mostraba un archipiélago rojo, distinto cada tarde. Obra maestra de la cuerina tibia que cubría el colchón de mi sillón cama. Era tan grande el sillón, tan pequeña yo, tan bultito, tan soñante.  Con la certeza que guardan los niños al saberse protegidos, pensaba que dormir en el bus no era asunto de peligro. Jamás despertaría de vuelta en el colegio a causa de un olvido. Porque mi mamá era el elemento más sólido de esa atmósfera en donde no cabían angustias innecesarias.   

Soñar en un bus,  soñar durante el recreo o soñar mientras mi mamá conducía, era uno de los tantos placeres posibles cuando los sueños aún eran cotidianos. 

Fue muy simple dormir en cualquier sitio mientras los años eran pocos, mientras el mundo estuvo colocado en su justo sitio.

Nicholas y Sylvia

Nicholas Cage con su carita de payaso triste es un extraño villano-héroe a quien le fascina el estruendo que producen los motores de intrépidos carros. Todavía luce joven, Nicholas. Su bulla me tiene los pelos de punta. Mis audífonos no saben disimularlo, ocultarlo, taparlo, vencerlo. Ignorar semejante escándalo es imposible. Habito un planeta muy lejano al suyo, uno de palabras en donde no hay sitio para motores. Trato de leer un analizado poemario de Sylvia Plath. De un lado el poema está en inglés. Del otro en español.

Nicholas rasga mi flow hasta hacerlo llorar. No siento a Sylvia en su inglés contundente y la traducción al español se convierte en un murmullo sin convocatoria. Con esos reclamos vociferantes de motores y armas no se acomoda la poesía. Ni siquiera en los cambios de escena.

Para esta afonía

La casa durmiente cobija a sus otros habitantes,

también son durmientes de largo aliento

Somos tan pocos.

Estamos todos y somos tan pocos.

No escucho más que ladridos lejanos.

Ajenos.

Los perros de esta casa dormida son cómplices en su mutismo.

Ni la música,

siempre capaz,

llena hoy la afonía que da vueltas a mi cuerpo,

como si fuera un aglomerado de vendas momificantes.

Para derrotar a la dictadura del silencio busco aliados invisibles.

Encuentro uno en la canción de la batidora,

otro en la cadencia del cuchillo cuando trituro pecanas. Alguien habla con voz de chispa en la mantequilla acanelada que derrito para dar un baño a las manzanas.

Pero el horno no.

Él no habla.

He de esperar a que el reloj alarmado dé su grito de alerta cuando la tarta esté dorada.

Con ojos cerrados veo cómo asoma el aroma,

su listón de miel y especias hace un amable intento por convertirse en sonido.

Un esfuerzo fallido.

Ahora a la ducha.

Ella también sabe cantar.

Su cuerpo de diminutos cristales líquidos abrazará al par de lagrimones inútiles

que innecesarios

se dejarán caer.

Digamos que bailan.

He vencido la distancia del tiempo silencio con mis sonidos íntimos culinarios.

La casa empieza a despertar.

#milyunmaneras de evadir a #lasoledad

Del amor y otros demonios

La aventura literaria es una experiencia en donde se hace el amor de mil maneras. Leer es un acercamiento certero a las muchas miradas que dirigimos a esa emoción, verdugo y gloria para el corazón.

También es un ejercicio de entendimiento. En los libros, como en ciertos momentos bizarros de la vida, aprendemos que además de la gastada palabra del amor, existe otro ente sombrío, otra emoción que sube y baja en asuntos de relaciones. Suelen llamarlo desamor.

La bautizaría distinto. Le daría un nombre con consonantes tajantes, una p o una t. Un sonido que hable de su calidad de piedra, de su condición de trampa. Una palabra que por angulosa fuera difícil de acomodar dentro de un verso.

Sí, la llamaría distinto.

Pera esa soy yo, que he cometido la imperdonable tontería de confundir amor con desamor.

Yo, que he pagado con todas las aguas que produce mi cuerpo, semejante torpeza.

Luna que llegas niña

Hoy que está pequeña y frágil

como niña solitaria

quisiera alcanzarla con mis manos

acariciar su rostro de perla triste

acunarla en mi regazo de música

buscarle la mirada

descubrir en sus párpados de cráter

siglos y misterios

descifrar sus ciclos

entender los míos.

Esta noche

me pido la luna

Una y #milmaneras de disipar la soledad

A lo mejor no era una simple gaseosa

Nuestros repasos eran de vestido, de gaseosas y panitos con jamón y horario a lo Cenicienta. No más tarde de las 12, mi mamá me recogía, puntual como reloj de iglesia. Mis amigos de repaso recuerdan que entraba campante y me ponía un saquito corinto. Yo ya estaba esperándola. El saquito lo había cosido mi abuela. Corría entonces un siglo que hoy es viejo, tiempos en los que la infancia se prolongaba sobre un ritmo plácido sin más invasión que la de cuatro canales nacionales de televisión.

Encontré un domingo, como quien encuentra un recuerdo remoto entre lo muy remoto, a un amigo de la época repasera. Él no me habló de mi mamá o de mi saquito, no sabe cuánto le agradezco la delicadeza de ese particular silencio. Sin embargo,  con el desparpajo que la edad concede,  me confesó por qué nunca más me sacó a bailar. Esa era la usanza medieval de los 80´s, ellos sacaban a bailar. Qué asunto injusto, ¡se ponían re nerviosos los pobres muchachitos! Por fortuna, el ritual del baile hoy sucede en aires de democracia.

Pero me he desviado. Me contó que no quiso volver a bailar conmigo porque la última vez que lo hizo, hasta me dijo en cuál repaso fue, me dio por platicarle sobre la Revolución Rusa. Peor aún, tuve la osadía de preguntarle qué opinaba. No conforme, licué el tema bolchevique con la Primera Guerra Mundial. Francamente no recuerdo. Tengo la certeza de que sí eran temas que obsesivamente daban vueltas en mi cabeza. Los tenía en permanente investigación. Pero también recuerdo que me cuidaba de no hablar mucho sobre mis obsesiones históricas. Las inseguridades que me aquejaban eran más grandes de lo que nadie puede imaginar. Mi adolescencia fue tan mortalmente angustiante como lo era para la mayoría. Dice que le conté sobre un libro que estaba leyendo al respecto. Lo dudo tanto.

Alguna señal habrá enviado mi compañero de baile para que me atreviera a conversar de un tema normalmente rechazado en aquel ecosistema en donde aprendíamos a convivir con los del otro sexo. Lo apremiante es que sí tengo memoria de ese repaso, pero no de haber bailado con él, mucho menos de la supuesta conversación. A lo mejor la gaseosa no era solo gaseosa.

Libros al respecto recuerdo varios. Novelas en su mayoría, o la enciclopedia que con mis hermanas recibimos de regalo como si fuera una bicicleta voladora.

Cuidaba mucho las conversaciones para evitar la tristeza de no bailar como consecuencia de un empantanamiento en temas poco ortodoxos, muy aburridos para patojadas quinceañeras. Tenía pánico genuino de volar banca. Tal parece que después de todo, se me escapaban las obsesiones no aptas para encantar y, como un mecanismo inconsciente de defensa, aprendí a olvidar semejantes transgresiones.

O como dije, a lo mejor la gaseosa no era solo gaseosa.