Nuestros repasos eran de vestido, de gaseosas y panitos con jamón y horario a lo Cenicienta. No más tarde de las 12, mi mamá me recogía, puntual como reloj de iglesia. Mis amigos de repaso recuerdan que entraba campante y me ponía un saquito corinto. Yo ya estaba esperándola. El saquito lo había cosido mi abuela. Corría entonces un siglo que hoy es viejo, tiempos en los que la infancia se prolongaba sobre un ritmo plácido sin más invasión que la de cuatro canales nacionales de televisión.
Encontré un domingo, como quien encuentra un recuerdo remoto entre lo muy remoto, a un amigo de la época repasera. Él no me habló de mi mamá o de mi saquito, no sabe cuánto le agradezco la delicadeza de ese particular silencio. Sin embargo, con el desparpajo que la edad concede, me confesó por qué nunca más me sacó a bailar. Esa era la usanza medieval de los 80´s, ellos sacaban a bailar. Qué asunto injusto, ¡se ponían re nerviosos los pobres muchachitos! Por fortuna, el ritual del baile hoy sucede en aires de democracia.
Pero me he desviado. Me contó que no quiso volver a bailar conmigo porque la última vez que lo hizo, hasta me dijo en cuál repaso fue, me dio por platicarle sobre la Revolución Rusa. Peor aún, tuve la osadía de preguntarle qué opinaba. No conforme, licué el tema bolchevique con la Primera Guerra Mundial. Francamente no recuerdo. Tengo la certeza de que sí eran temas que obsesivamente daban vueltas en mi cabeza. Los tenía en permanente investigación. Pero también recuerdo que me cuidaba de no hablar mucho sobre mis obsesiones históricas. Las inseguridades que me aquejaban eran más grandes de lo que nadie puede imaginar. Mi adolescencia fue tan mortalmente angustiante como lo era para la mayoría. Dice que le conté sobre un libro que estaba leyendo al respecto. Lo dudo tanto.
Alguna señal habrá enviado mi compañero de baile para que me atreviera a conversar de un tema normalmente rechazado en aquel ecosistema en donde aprendíamos a convivir con los del otro sexo. Lo apremiante es que sí tengo memoria de ese repaso, pero no de haber bailado con él, mucho menos de la supuesta conversación. A lo mejor la gaseosa no era solo gaseosa.
Libros al respecto recuerdo varios. Novelas en su mayoría, o la enciclopedia que con mis hermanas recibimos de regalo como si fuera una bicicleta voladora.
Cuidaba mucho las conversaciones para evitar la tristeza de no bailar como consecuencia de un empantanamiento en temas poco ortodoxos, muy aburridos para patojadas quinceañeras. Tenía pánico genuino de volar banca. Tal parece que después de todo, se me escapaban las obsesiones no aptas para encantar y, como un mecanismo inconsciente de defensa, aprendí a olvidar semejantes transgresiones.
O como dije, a lo mejor la gaseosa no era solo gaseosa.