Dejo ahogadas palabras
y palabras
y otras palabras bajo un manto enorme de números demasiado ordenados,
sus filas interminables,
como pelotones de soldados rusos.
Números que hablan con voz de advertencia,
sin canción nueva,
serios centinelas de la prudencia,
el gesto siempre adusto.
Cifras frías que te observan fijamente,
brújula rotunda para conservar el orden.
Letras cálidas,
bailarinas rebeldes que provocan y alborotan
sobre nubes de fuego.
Ellos -metálicos-
ellas -sedosas-
cohabitan mi mente alfanumérica.
Sin canibalismo,
extraño milagro.
Lloran de día mis palabras,
suspiran lento.
Bajo pelotones de cifras en rígido ejército,
procuran diurno silencio.
Bailan en mudo desorden,
y hacen piruetas.
Nunca sienten lo mismo,
las palabras.
Inventan serpentinas irrepetibles.
Se toman de la mano.
Se dan besos,
forman frases o versos o cuentos.
También canciones.
Esperan a que los números duerman.
Aguardan a la luna y sus estrellas para surgir,
cascabeleras,
de sus madrigueras de sílabas.
Las columnas numéricas,
de espléndida verticalidad no flanquean el desfile de letras dispares y alebrestadas.
Descansan. Saben.
Cada mañana
-los inmutables números- vuelven a ser amos y señores del quehacer.
Recuperan su posición de gran ejército en la pantalla,
en el futuro,
en mi cerebro.
Jamás de noche,
como si adivinaran cuánto urge a mi alma,
una fiesta nocturna de palabras desaforadas.
Mientras brilla la luna y cantan los grillos,
las palabras salen por mis dedos y ojos .
Por debajo de mi cabello.
Asoman sonrientes,
por la ventana de mi ombligo.
Danzan alrededor de la cintura.
Hablan de amor y de música, de labios y melodías.
Cuentan historias.
Palabras vitales en frenético caos,
son nocturna tregua,
remanso en esta existencia contable,
lineal,
que en los días hondos parece no tener fin.