Pero no todo es miel o clavel. Llegan también horas vacías de música y de poemas. Pocos abrimos el cuaderno a los otros ojos cuando abaten tales ausencias. Hacerlo es dar un salto peligroso. Es dejar caer la bata que cubre un cuerpo herido, un intento -inútil- para no desangrarnos. Años después algún fantasma abre esa vieja página y ofrecemos la pequeñez de sus párrafos a las otras miradas. Como quien cuenta una pesadilla para que no se haga realidad, compartimos el texto para que la experiencia no se repita.
Y sin verlo llegar, tropiezas con otro rostro metálico de la experiencia humana. Indescifrable y hostil, quiebra los más bellos cristales que guardas dentro. Caos visceral y sonoro, el desencuentro te fragmenta y no entiendes del todo el por qué. Escuchas cataratas de añicos en tu cavidad más vulnerable. Gime el cascabel de tu campanario. Filosas astillas caen del pecho al trémulo abismo que se abre a tus pies. Resbalan cortándote la carne y el tiempo. Y sin adivinar cómo lo logras, no te desplomas. Flotas sobre la sangre que se derrama sin dejar de respirar. La belleza de tu cristal violentado sobrevive en sus partículas. No era este momento para la muerte.
Extraña belleza de transparencias que resiste más de una afrenta.
Un misterio la experiencia humana, revienta, repara. Abate, levanta. Abandona, rescata. Y en el vaivén de su contradicción sucumbimos a su intermitente demencia. Enloquecemos, sí, pero de pie.
Y sobrevivimos para escribirlo.