Bajones y soluciones

Ayer platicaba con mi amiga Analú sobre los bajones y las soledades. No he de estar sola en esta dimensión de nostalgias y cuestionamientos. Pero encontrar a alguien que sintonice con lo que siento, que conoce cómo esa sensación define rumbos cotidianos, que entiende lo que he experimentado y que coincide en la verdad de que las respuestas se encuentran en nuestro interior, no sucede todos los días. Y ayer estuve con alguien que habita la misma vecindad emotiva que yo. Me unen a ella oficios y pasiones, y tendimos un puente de amplia honestidad. Dijo asuntos tan certeros y lógicos que, como no quiero olvidarlos, aquí los escribo. 
Hablamos del cuerpo y de cómo tiende a sentirse solo. -Nos hace falta el contacto físico con otros seres humanos- explicó. Lo veo con absoluta claridad. Cuando los niños son niñitos, suelen abrazarnos, besarnos y enrollarse a nuestras piernas. Algunos hasta nos hablan con palabras amorosas. Si no lo hacen ellos, se dejan querer. A los bebés no les queda opción.  Besé y apretuje a mis dos chicuelos hasta sentir que los inspiraba completos a través de mi nariz y que de tanto estrujarlos los introducía en mi pecho. Durante aquellos años de infancia no dejaba momento vacío de afecto, o tal vez sí. Pero hoy solo necesito recordar que los tuve pegados al cuerpo, como los llevo prendidos en cada pensamiento, en las intenciones más enraizadas. Ellos ni se enteran, están viviendo lo suyo. Extraño sus manitas, nuestro juego de «nudito», extraño su cercanía con olor a persona que apenas empieza la vida. Ese aroma fresco libre de contaminación y miedo.
Con la pareja suele suceder algo parecido. Se  vuelve menos frecuente el alboroto. Algunos abrazos, besos de buenos días, de «hasta más tarde, que te vaya bien» y de buenas noches. ¿Y abrazos? pues irremediablemente y sin tono trágico se espacian y escasean. Pero los necesitamos, todos -ellos y ellas-  requerimos del buen abrazo. Y muchas veces no caemos en cuenta de qué es eso que tuvimos con frecuencia infinita, y añoramos hasta que altera nuestro ánimo y nos dobla en tres. Son las caricias suaves, el mishito, el machuquis. A nuestra piel le falta piel, de niños, del padre de los niños, de nuestros hermanos, de las amigas que sostienen y alivian, de nuestros padres expertos en el mimo. Fueron ellos quienes prodigaron a nuestro cuerpo el primer cariño con caricias de bienvenida. La añoranza de sentir su afecto inmenso hace estragos a nuestro ser. Mas no siempre notamos tal vacío.
Hablamos también de nuestra relación con la naturaleza. Por supuesto que es vital. Yo acostumbraba a sentarme frente a la ventana a ver la caída del sol. En absoluto silencio de palabras, con la elocuencia de buena música como compañía, generosa con el tiempo que invertía en mi momento. Cuando lo hacía, o cuando lo hago, porque de vez en cuando me recuerdo de cómo un ser humano se hace feliz a sí mismo, me invade una especie de paz. Es una tranquilidad breve pero reconfortante. Esa relación íntima con el sol y la luna y los árboles no debiera perderla. Tampoco he de olvidar a las flores.  La calidad de mi aire sería otra si me aferro a ellos cada día. Hubo una época en que caminaba descalza sobre la grama. Su contacto me prodigaba energía y contento. El paso pesado de la vida, y el desgano que asoma por lo empinado de la ruta o lo repetido del recorrido, me fue borrando sanas ocurrencias. Debería regresar a ellas. ¿Qué lo impide? ¿Quién se interpone? Yo misma, por supuesto. Y los mil pretextos.
 No podemos dejar fuera a la música y su arrullo mágico. En este momento escucho el Ave María de Shubert. En piano y violín, y me regala un viaje a la luna llena.  Han pasado días míos sin un solo acorde. Cómo lo permití, no sé. Yo que crecí escuchando radio,  yo que me aprendía desde rancheras hasta jazz, yo que bailo como si mi vida dependiera de mis pies y mi cintura. Los días de silencio fueron los días de la extrema depresión, aquellos momentos no lejanos en los que lloré sin poder ni querer evitarlo. Lo veo claro. Entre otros asuntos, faltaba canción para cortar el desaliento. La música posee poderes. Poderes que transforman y enaltecen y le dan forma al espíritu. Es tan sencillo tomarla de la mano para siempre.
En plena conversación, entusiasmada mi amiga me dio el siguiente consejo – escribí todos los días «¿Cómo me siento hoy?»- lo dijo con franca sabiduría y deseo de ayudar. Con asombro le respondí que suelo hacerlo, que el quebranto interrumpe de tanto en tanto mi disciplina, pero que lo hago. Hasta eso había olvidado.  Así debiera iniciar cada atardecer mis Evening Pages. Así empiezo hoy.
Hoy me he sentido de diferentes maneras. Amanecí con tanta ansiedad como la que me invadía antes de romperme, antes de los cambios. Y me asusté. Transformé ese estado agobiante  con el ejercicio. Hice una fuerte clase de spinning, y creo que además de las pociones terapéuticas, la actividad física intensa -o no tanto, pero suficientemente dura para mí- combate la melancolía. Es un remedio bastante efectivo. ¿Por qué no convertirlo en algo tan imprescindible como lo son el aire o en agua? ¿Cómo antes? He de procurar mover la masa cada día. Para elevar el alma a la normalidad iluminada que le era tan familiar.
Por último, hablamos de mi ingrediente favorito en esta receta de sobre vivencia: la literatura. Imposible dejarla en el olvido. Las letras me acompañan siempre, en todo momento, poesía o prosa, propia o ajena, los versos y los párrafos son quienes me han sostenido en la más temible de las oscuridades. Y en los días de luz, he recibido gozo exquisito de la lectura.
Son las siete de la noche y después de la ansiedad de la mañana y de la adrenalina ciclística del medio día, ahora siento un sosiego que repara. Y eso es un regalo. En este momento escucho Feelings. No podría ser más adecuado para terminar este texto.