Para apaciguar quebrantos

Ha vuelto la luna. Suculenta,

tan hermosa.   


Es precisa nuestra luna blanquecina, 
sabe que estamos al borde del precipicio
 y regresa como un milagro.


Con luz, porque vio tinieblas, 
cercana porque adivinó soledades. 

Prometedora, 
para que bocas nuevas se besen.  
Serena para apaciguar quebrantos. 

En una hamaca

Mi memoria suele desbordarse. Se me salen los ríos de lo vivido por ojos y labios, brotan por las puntas de los dedos. Traigo a buen resguardo millones de instantes, de imágenes, de nombres, de conversaciones, de canciones, de libros -¡Cómo olvidarlos!- Y claro, cuido hasta adentro otros asuntos que tienen que ver con lo mucho que he sentido.

Poseo baúles mentales en donde apilo estremecimientos, carcajadas y lágrimas que no se fueron del todo. Entre más antiguos, mejor guardados y pulidos y custodiados son mis recuerdos. Pero hoy he rodajado cada milímetro de mi materia gris, he viajado a mi pasado de mamá joven. He vuelto a rememorar aquella escena sin encontrar la pieza precisa que tanto busco y necesito. Un pedacito que se oculta en alguna nebulosa. 

Era un cuento inventado. Una historia que improvisé para Javier cuando él tenía cuatro años. No olvido sus ojazos abriéndose aún más, sus pestañas que subían y bajaban, sus preguntas de curiosidad infinita. Su vocecita después del colorín colorado… «¿y si me lo contás otra vez mami?» 

No olvido el brinco que me sacudió de alegría pura al ver cómo mi pequeño cuento había asombrado a mi hijo, pequeño también. ¿Hablaba de hechiceros? ¿duendes? ¿brujas? ¿de niños con alas o cascadas de colores? Se lo conté en el puerto. Era de noche, nos acompañábamos en una hamaca. Inventarle cuentos era mi estrategia, a veces desesperada, para llamarlo al sosiego. Y recuerdo su mirada de fascinación, y sus manitas que acompañaban a la avalancha de preguntas. Guardo su inolvidable olor a talco con vestigios de cloro, ¡pero no encuentro el cuento por ningún lado! 

Dos minutos de carnaval

En nuestra ciudad ocurren varias historias al mismo tiempo, en el mismo sitio, con los más variados protagonistas. En nuestra ciudad, para hablar verdades, puede ocurrir cualquier cosa. Y como desde que era niña observo en exceso -por fuera, adentro, abajo y arriba- colecciono sucesos y, si son imágenes les invento un cuento.
Viernes, final de la tarde,  tráfico de procesión en la 6a. avenida y Bulevar Los Próceres de la santísima zona 10. Me tocó hacer un alto en el que vi y escuché tanto que podría inventar una novela. Un álbum de sucesos que llegó y se fue en un par de largos minutos.
A esa hora y ese embotellamiento y en esas arterias grises, los semáforos son sólo faroles que adornan el paisaje urbano. Son los señores emetrenses quienes controlan los ímpetus. Dirigen con chalequitos de limón y esos collares con luces que se parecen al corazón de Iron Man. Se me ocurre que algo templado como el hierro deben tener estos servidores públicos, porque manejar con dos brazos y un silbato, estampidas salvajes de motores con llantas, no es tarea liviana.
 En un rostro escondido a medias por su casco vi la primera historia. El agente de tránsito tenía expresión de quien resuelve varios dilemas al unísono, y al unísono también, con las piernas ligeramente separadas muy sembrado en el pavimento, movía sus brazos como agujas de reloj. Precisión matemática señores, y sordera voluntaria.  -¡Se le vienen encima!- pensé. Porque cuando son tantos los carros, integran una masa multiplicada que  amenaza a Iron Man con la ley del más grande. Pero él no se inmuta, su trabajo es su trabajo. Y su cara hablaba de otro dilema. Mayor, supongo. El ceño permanentemente fruncido, los labios medio arqueados para abajo, y la mirada fija y sufriente en un pedacito del horizonte que cubre Santa Catarina Pinula. Tocaba verlo para obedecer. Y esperando su mandato de superhéroe se me ocurrió que tiene un nudo atorado en el pecho, una historia que contar. 
En ese capitulo estaba  cuando empecé a reír sola. Fue porque, en el radio, Juan Alfonso Saravia, con un cascarón en mano, amenazaba con romperlo sin piedad a quien por los medios alebrestaba ciudadanos con eso de que los parqueos de los centros comerciales debieran ser gratis. Imaginar ese cascarón de Versus, con clara y yema dentro me divertía. No podría estar más de acuerdo. Con Juan Alfonso, por supuesto. Y se me ocurrió otra historia.
En casi carcajadas me encontraba cuando tocó mi ventana el de siempre. Y después del adrenalinazo -porque las esquinas citadinas son de terror y susto- respiré aliviada. El de siempre es un indigente educado. Perdió una pierna. Sabrá Dios qué provocó semejante amputación. Y lo sentirá él cada instante. Porque imagino que tan grande ausencia no se olvida un solo día. Le doy alguito. Vivir sin el placer de dar pasos, de bailar, de sentir la grama mojada debajo de los pies descalzos, es vivir a medias. ¿Negar quetzales que procuren un poco de alivio? Ahhh, complicado dilema de conciencia, de compasión. «Gracias mi niña bonita, Dios me la bendiga». «Gratitud la mía, buen hombre. No sé que necesito más en este aquí y en este ahora: el niña, el  bonita o las bendiciones.» No se lo dije.
 Iron Man aun no daba vía y en el radio los cascaronazos de Juan Alfonso continuaban al asedio de los insensatos. Suelen distraerme sus ocurrencias.  En eso vi una falda. Larga, floreada, como las que a mi gustan y a mis hijos no. De esas que no tienen época porque siempre parecen antigüedades. La llevaba puesta una especie de hippie. Imposible definir origen ni edad. Flaca, con trenzas. – «¡Qué bonita tu falda! ¿me la prestás?» No me oyó.
Este personaje sí parecía ficción para el folklore de nuestras esquinas. Se acercó a otra señora.  Ella sí, personaje permanente de nuestra urbanidad. Morena, pequeñita, ¿sesenta y pico? Cargaba toneladas de sabrán ellas qué, envuelto en perrajes. Rojos y azules y verdes. Casi tan lindos como la falda. Morenita ya no podía con la carga. Trenzas se acercó, intercambiaron cine mudo, y compartieron carga. Gran historia. Imaginen el final, porque ¡al fin! Corazón de luces Emetra tuvo a bien permitirnos atravesar Los Próceres.  
Dejé atrás la esquina de mis relatos, a sus personajes tejiendo finales. Y gracias a Radio Infinita y sus cascarones, sentí puñaladas de nostalgia por los carnavales de niñeces que quedaron perdidas. La mía y la de mis hijos. Otras historias, las mejores. No ocurrieron en el lapso de dos minutos como las anteriores. Duraron suficiente tiempo como para que me hagan falta. Y culpa de Versus, el tráfico, Iron Man  y compañía, este año el hueco del recuerdo es aun más ancho y muy profundo.  El martes me haré de cascarones. Se los daré a algún niño que quiera celebrar carnaval. Al rato y lo invitan a jugarlo en un programa radial. 

Moon River

Traigo al corazón recostado, se apoya en cualquier esquina. Esta ladeado, su puerta entre abierta para que se cuele el aire, algún murmullo o lo que sea que necesite entrar. Como cuando aun tenía algo de niña y era casi adolescente. Como cuando  aprendí a escuchar la música con oídos nuevos y la dejaba entrar.

Fueron tardes de revelación. Andy Williams cantaba «Moon River» y descubrí ese elemento atemporal y perpetuo que reside en las notas de muchas canciones. Nada tenía que ver esta tonada de antes con el acontecer musical de mi época. Ya entonces  moda pasada y cantante viejo. Canciones que se me quedaron adentro y han viajado durante décadas en el pliegue de mis orejas, cerca del canal auditivo, en el umbral del recuerdo.

Música  de abuelitos, material que apuntala.

Empezaba él a cantar y enmudecía yo. Escuchaba las nostalgias del intérprete con un labio mordido. Solita, descalza sobre el sofá de aquella sala pequeña, con la canción dando vueltas en el aire. Algo pasaba adentro, algo que continúa. Flotan llaves imaginarias, se enrollan y desenrollan y giran por los ventrículos y las aurículas. Imágenes y recuerdos que se apilan y se revuelven, parecen naipes: tréboles, corazones, algún pequeño diamante o aquellas espadas, afiladas como el abandono.

Un enredo para el ánimo. Nudos que aprietan y que también salvan.

 Y hoy, con la vida más del lado del final que del principio, Juego póker con los espíritus que habitan la memoria. Momentos y ausencias y sabores. Así me sorprende la noche. Descalza, como si escuchara «Moon River», y tuviera trece años y soñara con lo que vendría, e inventara que sí llegó para que el corazón se oxigene con una mentira piadosa.


Oh, dream maker, you heart breaker,
whereever  you’re goin’, I’m goin’ your way…