DE NIÑEZ, COBARDES Y VALIENTES


Cuando cumplí diez años mi vida fue celebrada.  Globos de colores colocaron en honor a mi infancia, soplé un pastel con velitas tan iluminadas como mi futuro, y recibí desde abrazos y palabras dulces hasta juguetes y muñecas, una niñez a buen resguardo. Quienes me acariciaron también me protegían. No supe de manos inmundas que me golpearan o manosearan con mugre mi intimidad, en mi mundo de burbuja eso no existía.  Jamás fui objeto de oscuras intenciones. No corrí la suerte que a ellas, las niñas de Guatemala, les toca.
Cuando cumplí doce años, mi inocencia permanecía intacta. Mi cuerpo de niña gastaba horas eternas bailando y jugando. Si mi cintura padecía por mucho movimiento, era por las miles de vueltas que daba a mi aro, jamás por cargar agua para bañar a mi abuelo o leña para el hogar de tantos. No me dolió el cuerpo por haber sido utilizado por otro, no sentí el peso cruel de un hermano que me forzara, no me robaron eso tan sagrado. Pero a ellas se los siguen arrebatando. Todos los días y todas las noches algún cerdo las disminuye con lujo de violencia.
Mi mente aún fantasiosa, albergaba la esperanza de que mi padre reviviría. Y al regresar me abrazaría con amor, recibiría su afecto infinito y desinteresado. Él no habría dado por hecho que mi voluntad le pertenecía. Yo tampoco.  A ellas jamás les permiten conocer su voluntad. No llegan a entender que la tienen, que es una llave maestra. Ni siquiera aprenden el significado de tal término. Y sus fantasías, creo, no pretenden revivir a nadie, han de ser simples: una escuela, un juguete propio. 
Mi cerebro fue nutrido con interés. Recibí cascadas de instrucción, abundancia de conocimiento.  Me hablaron de capacidades inmensas y variadas. A ellas nadie les ha dicho nada respecto a la suya, y no llegan a descubrirlas, únicamente conocen la capacidad de sobrevivir.
Si entré a la cocina fue parte de algún hermoso juego. Aprendí y me divertí. Horneé pasteles y preparé dulces. Los devoré entre risas y amigas. No herví frijoles, y nunca me obligaron a cocinar para ellos, ni a verlos comer y mucho menos a alimentarme de último. No, mi iniciación en esos fuegos no fue la oscura, impuesta, esclavizante que a ellas les imponen.
A los catorce años atravesé el puente misterioso de la pubertad, cada paso del viaje bien acompañada. Recibí información, cuidados, y la sagrada promesa de que ese cuerpo que empezaba a ser el de una mujer, me pertenecería siempre a mí. Nadie más que yo decidiría sobre él. Mi transformación fue celosamente custodiada. Y tiempo después, cuando me sentí preparada, fui yo y nadie más quien decidió. El día que yo elegí, el hombre que me hizo sentir segura, amada y valorada fue bienvenido. A ellas las tocan muchos, las humillan todos y las manchan para siempre. Las someten al primitivo y escalofriante derecho de pernada, ese concepto que yo conocí hasta que se atrevieron a condenarlo. A estas niñas frágiles las utilizan cuales objetos. O las casan a esa edad, cuando van a medio puente y su esencia es aún infantil. Son moneda de trueque, pago de deuda, billete para celebrar alianzas comerciales. Se deshacen de la carga entregando a sus pequeñas como a las reses. Peor, porque las colocan en manos sin escrúpulos.
Cuando mis entrañas y mi entendimiento estuvieron preparados, cuando el sano instinto me lanzó la señal, concebí hijos. Lo hice con gozo. Mi vientre saludable, mi integridad intacta y madura, mis pechos plenos para alimentar, mi alma preparada para amar. Los catorce años, claro, habían quedado muchas lunas atrás. Ellas no poseen la misma fortuna. Nadie les enseña a esperar. No se los permiten. Sin conocer lo que es una oportunidad siquiera, les inyectan criaturas a criaturas, quienes no pueden amamantar aún, mucho menos amar. De amores o buena leche, esas niñas-madres, madres-niñas no conocen migaja alguna.
Pero son valientes. Su coraje es tan sólido como la cobardía mía. Son valientes porque a pesar de ser abusadas y transgredidas en todas las dimensiones imaginables, persisten. Aún despojadas de su voluntad desde el día en que nacen, aún privadas de algún futuro o una alternativa con matiz de promesa, cada día de su vida luchan. Cargan cántaros que pesan casi tanto como ellas, llevan a cuestas leña o críos, cocinan y limpian y lavan. Y vuelven a hacerlo. Porque sienten y piensas como todos nosotros, pero no encuentran la salida porque el sistema no lo facilita.
 

La mía es una historia de amor, la de ellas es de terror. Y si me declaro cobarde es porque no hago nada drástico para cambiarla.
Hoy me siento miserable porque crecí rodeada de cuidados, todos mis derechos de niña fueron respetados. Nadie tocó mi cuerpo sin mi consentimiento, nadie me dejó sin alimento, sin opinión ni sin futuro. No me golpearon con leños o con miradas o con palabras. He sido amada y escuchada. Pero no tengo ni un ápice del valor que ellas tienen para sobre vivir. Conozco cada detalle de la vida triste que llevan. Sé de los abusos que en su contra se cometen. Sé que no procuran alimento ni para su cuerpo ni para su mente. Sé que las golpean, las violentan, las embarazan sin que sus cuerpos estén preparados, ni sus almas, ni su entendimiento. Conozco en dónde están. Pero no salgo de la comodidad de mi burbuja, no cruzo la frontera. Dentro de mi espacio privilegiado veo dificultades, me invento problemas, tejo espejismos de carencias que no lo son. Me revuelco en tristezas que yo misma edifico. Las de ellas son reales.
 Y hoy, precisamente hoy que leí más sentencias sobre lo que las niñas de Guatemala padecen, me pesa aún más la cobardía. Siento en la conciencia cada tonelada del dolor que ellas padecen, del vacío que habita en su espíritu, de sus carencias infinitas.   
Se gesta un grito en mi interior, y lo escupo en estos párrafos. Procuro mitigar la vergüenza, alivianar la carga que hoy se adueñó de mi conciencia. Y grita porque fui niña que tuvo todo, pero mujer que no hace nada. Y a ellas, aún en este siglo XXI en el que vamos, hipócritas, hablando de equidad, de inclusión, de derechos y oportunidades para todos, las excluimos. Para muchos son la piedra en el zapato. 
Grandes tontos, olvidamos que las niñas guatemaltecas son  parte  trascendente de esos «todos». La niña indígena del altiplano, la campesina de oriente, la chiquilla urbana del área marginal, la del semáforo, la del mercado, la de la calle.  
Y para pulir un poco mi culpa escribo más líneas. Pero no se alivia, porque la niña y sus ojos asustados, su cuerpo mancillado ocupó mis neuronas y viaja en mi sangre. Tal vez si lo comparto siento un poco de alivio. Pero no, creo que no es suficiente.