Lo bueno de venir al puerto es que aquí cada quien hace lo que le gusta, dice mi mamá. La costa es un bálsamo con su aire y sonidos y olores. Cada quien encuentra lo que necesita: un nuevo canal, cierta metamorfosis, serenidad o simple descanso.
Los días de puerto me otorgan remedios. Rotundos y prodigiosos.
Horas para perderme en el remanso que albergan los buenos libros, una enérgica corrida con vistas al océano. El silencio mañanero de cara al mar, momentos de soledad marina, tan íntimos y personales. Únicos para pensar, diáfanos para imaginar.
La conversación relajada de la tarde en la playa. El vaivén cadencioso de las olas. Su brisa, la sal que viaja para prendarse en mi piel como si quisiera quedarse para siempre, las ocurrencias de los niños… la voz de mi madre.
Me acompaña el sol que nace mientras corro en la arena, el que alumbra y calienta los ratos de agua, el sol al atardecer. Lo siento y me siente.
Simple y tanto, el universo. Me lo trago, lo abrazo lo sostengo como al mejor tesoro.
Después de esta fantasía, de este oasis para el ánimo, viajo a la ciudad renovada. Vuelvo al mundo con la certeza de que ese lugar familiar y amado forma parte vital de nuestra historia. Vuelvo también con la promesa de regresar, a pesar de los pesares.