Regreso breve

Mientras manejaba sobre la Aguilar Batres, hablaba sin cesar esa voz interna que existe para mantener mi brújula en orden: “No te vayas a aguadar, ni se te ocurra lloriquear o hacer cara de circunstancia. Venís a dar una charla, no te invitaron para hacer pucheros. Respirá que no pasa nada.» Obediente y muy compuesta entré al Monte María. Dos segundos bastaron. Todo el andamiaje de mi serenidad se fue derrumbando poco a poco, en cámara lenta, inevitablemente. Fue cayendo a paso de recuerdo, de voces añejas, de sensaciones que no regresaron pero que obraron magia dentro de mí en aquellos remotos días y meses y años.


El jardín se metió por mis ojos con la fuerza del pasado. Los edificios de ladrillo, corredores y aulas parecían abrazarme. ¿Me habrán reconocido? ¡Tanto tambaleo! Pajaritos en la barriga, gotas en la mirada, imágenes y sonidos giraban en mi memoria. Nostalgia, gratitud… identidad pura. Un licuado de emociones vitales afloraron como agua en busca de salida.


Volví a Monte María, y aunque se fueron a galope tendido casi treinta años, desde que salí con birrete puesto y el bolsón gordo de proyectos, el de ayer fue un regreso a casa. Encontré presencias de entonces, siempre queridas. Abrazarlas fuerte y ponernos al día fue un regalo inesperado. Despacio toqué la grama que albergó mis pasos de estudiante. Expuse ante un grupo de alumnas en el salón en donde recibí clases de música tantas veces. Respiré ese aire que sólo por ahí deambula, todos mis sentidos desbordados de pasado.

Difícil mantener la templanza en este lugar querido. Dentro de sus paredes y alrededor de sus árboles quedaron algunos de los mejores pedazos de mi historia. Sin remedio me aguadé como flan, pero sentí alegría pura. ¡Estaba tan feliz! como si el regreso no haya sido sólo a un espacio, como si hubiera regresado a aquellos años inolvidables. 
Sí. Por un breve momento, regresé a casa.






Epicentro

“Querida, tenemos una edad que nos sitúa, exactamente, 
en el epicentro de la catástrofe.»
Mercedes Abad a Almudena Grandes, confidencias entre escritoras.


Ni me lo digan. Así andamos, tan re cuarentonas, arañando cinco décadas, en el ojo de muchos huracanes. Que si hormonas hoy faltan, o mañana sobran. Tragamos aire, se vuelve grasa. La vista cede, bultos corpóreos sucumben a la tirana gravedad.

El cuerpo sumiso, marcha al ritmo que dicta el rigor de los años. No es tragedia, es lo que toca y bienvenido sea.

Pero el cuerpo no lo es todo. He ahí la catástrofe. Somos mucho más: memoria, inquietud, arrebato, somos un poco de todo.

En este temporal de años no falta el desbalance de las contradicciones. A veces la nostalgia se revela. Y en esos momentos, ni vueltas darle. Casi todo lo bueno, lo intrépido, lo prodigioso, sucedió hace años.

Otras veces es la curiosidad desaforada quien altera el orden. Sucede que el entusiasmo por lo novedoso, o lo misterioso, no entiende de edades, se antoja todavía hacer tanto y abarcar mucho. A estas alturas buscamos respuestas insólitas a interrogantes postergadas.

La necesidad de asombro no obedece como el cuerpo. Tampoco ubica como la nostalgia. No hay sosiego en la mente, siente que falta algo, que falta mucho. Descubrir milagros, escalar cimas desconocidas.
Desubicadas y anacrológicas amanecemos, en el epicentro de tal catástrofe. 

Salgamos de ahí pues. Solo dígame alguien donde está la puerta.

Inventar momentos

Inventar un sábado a media semana. Usarlo para escapar al puerto con las meras meras, las mejores amigas de toda la vida,  resultó ser una experiencia de antología. Hubo carcajadas, filosofadas y comida rica. Un oasis delicioso para partir rutinas, para respirar y comer helado.

 Y como si fuera poco, regresar cantando ochentadas a todo pulmón,  como cantábamos antaño, sin pena ni trabes, simplemente no tiene precio!
 María Conchita y Dulce se perdían debajo de nuestras melódicas voces, debajo de nuestra intensidad, de nuestra necesidad de gritar juntas.
Gracias Yayas!!

China tan china

Qué sucede cuando una señora que sobrevive entre las cuatro y las cinco décadas cena chow mein sin recato,  y no conforme, lo baña  en salsa de soya?
Pues que al día siguiente, la pobre mujer con sus cuarenta y muchos encima, amanece china. Tan china como el chow mein que a mala hora devoró, tan achinada y asustada como la que se perdió en el bosque de Enrique y Ana.  Tan china por causa de dos párpados hinchados, que no se atreve a ver su reflejo extraño en el espejo.
Nada de sodio para señoras víctimas de la transformación hormonal, los líquidos se le multiplican. Sin remedio.

Un Carrousel

Sabrá Andrea Bocelli que cosas bonitas dice en su canción. Por ahí atrapo sílabas que va dejando su voz en el aire: pasione forte, sufrire, inmenso amore mio… di musica. Suena a novela renacentista el italiano. Chris Botti lo acompaña, con ese talento al tocar la trompeta que deja a cualquiera con el corazón reventado. Y un pianito tímido asoma atrás. 

Es conmovedora la música con la que me arrullo hoy. El libro que leo también. Y las fotos del pasado tan remoto que ordené en la compu, poniendo patas arriba al recuerdo, ni se diga. 
Tanta conmovida me trae de cabeza. Esta música, la historia de mi lectura, las fotos de lo que se fue,  todo parece un carrousel. 

CADA QUIEN ENCUENTRA AQUÍ LO QUE NECESITA

Lo bueno de venir al puerto es que aquí cada quien hace lo que le gusta, dice mi mamá. La costa es un bálsamo con su aire y sonidos y olores. Cada quien encuentra lo que necesita: un nuevo canal, cierta metamorfosis, serenidad o simple descanso.


Los días de puerto me otorgan  remedios. Rotundos y prodigiosos.


Horas para perderme en el remanso que albergan los buenos libros, una enérgica corrida con vistas al océano. El silencio mañanero de cara al mar, momentos de soledad marina, tan íntimos y personales. Únicos para pensar, diáfanos para imaginar. 

La conversación relajada de la tarde en la playa. El vaivén cadencioso de las olas. Su brisa, la sal que viaja para prendarse en mi piel como si quisiera quedarse para siempre, las ocurrencias de los niños… la voz de mi madre.

Me acompaña el sol que nace mientras corro en la arena, el que alumbra y calienta los ratos de agua, el sol al atardecer. Lo siento y me siente.


Simple y tanto, el universo.  Me lo trago, lo abrazo lo sostengo como al mejor tesoro.


Después de esta fantasía, de este oasis para el ánimo, viajo a la ciudad renovada. Vuelvo al mundo con la certeza de que ese lugar familiar y amado forma parte vital de nuestra historia. Vuelvo también con la promesa de regresar, a pesar de los pesares.


La Buena Soledad

El señor de la casa vuela sobre el Atlántico, asuntos serios requieren de atención inmediata. Los jóvenes por su parte, visitan el Pacífico. Sabrán ellos el calibre de su descanso, ya no hay cabida para su madre en esos espacios de mar y sol, en exclusiva son para la nueva generación. Al menos por hoy.

Mientras tanto, esta señora permanece en la meseta central, su compañía es la buena soledad. Y no podría sentir más contento.

Esta soledad temporal que ocupa mi descanso, me autoriza escuchar una y otra vez esa canción que solo a mí me gusta, a todo volumen.

La buena soledad trae consigo un silencio gourmet: delicioso y refinado. Sabores re descubiertos, antaño olvidados. El gusto del reencuentro con el propio ser, sin interrupciones ni desvíos.

Con ella diseño el ritmo de mi reloj. Mis horas son eso: mías. Puedo desayunar a las dos de la tarde, ignorar que el almuerzo existe y cenar fruta con chocolates.

Salgo al jardín descalza, Vestida con el viejo y largo sudadero, no necesito de más. Cubre lo necesario.  Respiro, observo y escucho. Percibo el olor de la tarde en todo su esplendor. Gracioso se mezcla con el aroma a especies del té Chai que bebo. Acabo de inventar un perfume. Descubro nuevas tumbergias colgadas en el artesonado de la pérgola, botones de rosa y agapantos ocultos entre el follaje.  Procuro inmortalizar el momento con mi cámara. Los colores, su movimiento y la certeza de su brevedad. Una toma, dos tomas…cien tomas. Nadie mide mi tiempo, a nadie le urge que me detenga. 

Regalos variados me ha traído esta soledad.

Duermo con libros, ellos lo hacen con páginas abiertas, como si roncaran a sus anchas, panza arriba. Desperdigados quedaron por toda mi cama. Duermo también con banderines de colores, se han pegado sobre mi almohada, y con el estuche verde de lápices, su zipper abierto y los crayones de colores tratando de salir. No hay ruido televisivo que perturbe nuestro descanso. Sabrán mis libros qué sueñan, mis sueños hablan de sus historias.

Silencio o música, aromas y flores,
 imágenes y poemas. 
Nada mal para un día de soledad.
Espacio, libertad y sueños,
literatura , paz y la suavidad de mi cama.
 Nada mal para una noche de soledad.

Son un regalo los días sin voces ni presencias. Puedo leer cuánto quiera, dónde quiera, tomar té o vino o un smoothie de espinaca. Puedo editar el blog, escribir cuentos y reescribir los poemas. Bailo por toda la casa, juego con los perros, me pierdo en el paisaje detrás de la ventana. No hay prisa, no hay nadie.

Esta breve soledad no podría sentarme mejor, lo confieso. El aire ligero, las horas pausadas, la imaginación por los cielos. La lluvia en los vidrios, minutos largos para seguir el camino de sus gotas, para encontrar  obras de arte en su trayectoria. Y los pájaros  después del agua, como si fueran arco iris, dan al atardecer una sinfonía nueva. Cantan en exclusiva, soy su única audiencia.

Atlántico y Pacífico aparte, esta Zona Central sin roles ni maquillaje ni compañía resulta un remanso reparador. Quién lo diría.