Deja que el muerto muera

Una amiga me pidió, entre risas y con medio guiño, que dejara ya descansar a mi muerto. «¡Ay pobre hombre! Dejalo ir.» dijo.  De tanto invocarlo y nombrarlo, al rato su paz eterna no es ni paz, ni eterna. No estoy para analizarlo ni para dejarlo ir.
Medio vivo lo mantengo por tanto nombrarlo y pensarlo. Es inevitable. Ahí estoy dando vuelta a los sin sentidos y remojando nostalgias cuando me sorprendo en mitad del coloquio que tejido de recuerdos y preguntas, he armado con él. Y como mujer con las hormonas bien puestas,  pues no me para la lengua mental. No le doy chance de responder al pobre de mi papá. Resignado ha de suspirar ante la matraca de mi voz silenciosa que lo invoca y le encomienda. Y de paso lo atolondra. Cuando se trata de quereres de este tamaño a veces la muerte se hace la desentendida. Para que, en un chispazo de segundo, sienta vivo y cercano a mi muerto, aunque acto seguido se me vuelva a morir. 

Dice Angeles Mastretta que nuestros muertos van con nosotros a todas partes, que a veces los sentimos mirando nuestras vidas, aprobando o dirimiendo nuestro quehacer. Yo cuento con eso.