Pasé a engrosar las tristes filas, cada vez más gordas, de chapines víctimas de este caos de terror. Víctima también de mi propia idiotez. Me abrieron el carro. Se llevaron, podríamos decir, mi oficina casi completa -computadora incluida-, un pedazo imprescindible de clóset -porque un maletín para el gym, con veinte años de historias, no es asunto ligero, éramos codepedientes. Y mi tocador: escaso arsenal de pinturas y trucos necesario para burlar años y espejos. Tanto me robaron: documentos irrepetibles, papeles sensitivos, y algún tesoro pequeño y personal, tan insignificante para el resto de mortales, que hoy ha de estar en un basurero.
Sobre todo se llevaron parte fundamental de mi paz, ¡como si tal cosa abundara! La nota curiosa, aunque no me asombra, es que no se llevaron un solo libro. Llevo siempre en el carro seis o siete. No exagero. La ironía más grande: dejaron muy bien puesto uno grande, maravilloso, imponente por su pasta y sus 582 páginas, una cruel burla. ¿Título de la obra? HOMBRES BUENOS.