Un chispazo de sonido, un pedacito de imagen, asuntos tan pequeños son capaces de encender esta parte de mi memoria que alberga las alegrías y los cariños. Para bien o para mal así funciona, y en esos encuentros mi cerebro no tiene más amo y señor que las emociones.
Escuché por azares de parranda adolescente, un pedacito del “Carro Colorado”. Sucedió años después de conocerla cuando era niña. Las norteñas no son lo mío, pero “Los Tigres del Norte”, en nuestra historia, traen nombre y apellido, suenan a carcajada de mujer y resguardan un modo amoroso por demás. Fueron y son el símbolo de doña Luisa Díaz de Palma. La Luisa para nosotros. Una mujer pequeñita y coqueta capaz de armar fiesta con una grabadora, un casette y una escoba que se dejara bailar. Era de esas amigas de la familia que llenaba de alegría los ratos de nosotros, un grupo de niños que hacíamos ronda a su entusiasmo. “¡Oiga, mi corazón, esta belleza!” exclamaba con sus canciones de sombrero. Tal era su gozo que lo contagiaba.
Las trompetas del norte fueron solo una chispa, como cascada se me vino toda la Luisa al alma. Su risa, los juegos de mímica en el Jiote, la canción del Barquito Chiquitito, sus cejas tan delgadas y la risa eterna como saludo. Me hacía sentir que le gustaba estar con nosotros los los peques, hábito poco común en el universo de los adultos. Para ella todos éramos “Mi reina” o “Mi corazón”, todo el cariño guardado en dos palabras. Yo lo sentía. Completito. Siempre.
Era intensa en sus sentires. Para ella, El Puma era la mejor voz que habitaba la tierra, lo veneraba como si le dedicara a ella todas sus canciones. Cuando al cantante venezolano se le antojó venir a cantarle a Guatemala, todos festejamos la fiesta galáctica que poseyó a la Luisa. Le vinieron a cantar. Un regalo que le dio la vida, como si supiera la prueba que pronto llegaría. Cada canción del Puma contiene un suspiro de ella.
Le debo uno de mis tesoros valiosos a la Luisa de mis recuerdos. Fue su jolgorio el que me llevó a las clases de baile español. Yo tenía seis años. Ella convenció a mi tía, a mi mamá, a todos y todas de que nos inscribieran en las clases de Pilar Galiano. Como rebaño con falditas de lunares llegamos. Las Palma, mis primas Alvarado, mis hermanas y yo. Gracias a ella aprendí a irme al cielo entre guitarras y castañuelas. Gracias a ella aún vivo ese prodigio.
Trozos de la Luisa quedaron en el Terrenito, en el Jiote, en la casa de mis tíos. Hasta en una pizza hecha en casa, la primera que probé después de un juego de soft de los papás. Corrían los tiempos de las promesas, cuando estaban aún todos jóvenes, todos vivos. Son intensas imágenes con sabor que mantengo a buen resguardo.
La última vez que la vi bien fue el día de mi boda. Bailando prendida de su Joaco la tengo grabada, con un vestido verde y una enfermedad que empezaba a llevársela.
Y así es como la guardo. Me besó, me abrazó, se despidió de mí mientras bailaban “Venite volando”, con música en el semblante, en una noche memorable.