Cosa Triste

Nada fuera del planeta, gajes del oficio en realidad. Pero ha de faltar algo en mi ADN, un gen que complete el músculo imaginario que con aplomo y pericia se ocupa de los sentires. Una fortaleza que con certeza sé, no poseo. 
Mi indigencia emocional a veces es de escándalo. Una genuina vergüenza. No asimilo con elegancia los cambios que la vida impone en ciertos temas y me pierdo en la derrota de ser madre cada vez más solitaria.
 A todas las mujeres de carne y hueso se nos crecen los hijos. Sin excepción. Solo en las series de TV los hijos no crecen. Y si lo hacen, se repiten temporadas pasadas para que por arte de magia los chicos se vuelvan más chicos, sus madres felices ocupadas en ellos y también regresando en la línea del tiempo. Siempre felices, siempre juntos. Pero lo mío es vida real. Sin anuncios ni ratings. 
 Conforme crecen, estas gentes que se formaron en nuestra barriga, se ocupan de lo suyo cada vez más lejos de las faldas de sus progenitoras. Si no es así resulta que el crío tiene un problema. Pues ese tipo de asunto no aqueja a mis vástagos. Para mi mal y para su bien.
Ellos deciden irse a merenguelear por ahí, y vacían las tardes de mis viernes. Vacían todos esos trozos de tiempo que fueron suyos desde su nacimiento. Y mi discapacidad para dejar ir esas rutinas me está enloqueciendo. 
Al parecer el cúmulo de cuestiones que no puedo dejar ir, me etiquetan como demente. 
Resulta que pretender ayuda de manos adolescentes para armar un árbol de navidad, es un absurdo de institución mental. Es malgastar su valioso y joven tiempo en asuntos innecesarios. «No hablas en serio verdad? O si?! Naaa. Hacelo tu mamita, si te queda lindo. Yo me tengo que ir. Me están esperando los sutanos, y ni modo que les voy a quedar mal. Te llamo más tarde.» Y claro, no me llama.
 Ahí empiezo y termino. Al menos por hoy. No sigo haciendo el recuento de mis soledades en la Víspera porque sería tan patético que rozaría la frontera del mal gusto.
Lo cierto es que me han vaciado de asuntos felices el tiempo y la vida. Se llevaron las voces agudas, las caritas enharinadas y las conversaciones sobre Santa Clos y los comportamientos. Carbón o juguetes era el dilema existencial de sus mentes pequeñas. 
Ahora son otras disyuntivas las que ocupan sus pensamientos. «Los regalos sorpresa son para niñitos. A mi dame una platita vieja, para viajar en Año Nuevo con mis amigos.  Lejos de ti y tus pasteles. Por cierto, te quiero mucho.»
Ni la primera ni la última inútil y nostálgica. Pero sí de los casos más severos. Para documentar y escribir un tratado.
Entiendo que la vida continúa, y el tiempo trota porque es su manera de respirar. Mientras tanto yo me lo gasto, tratando de entender lo que alguien alguna vez advirtió sin yo prestar suficiente atención. También lo uso riéndome de mi pequeñez en asuntos del corazón. 
Y si les doy carbón?

¿Cómo se le llamará a eso?

Un regalo ha llegado.  Mis manos y mis ojos se lo pelean. Viajó durante más de ochenta años. Atravesó el Atlántico en un vapor, cuando trasladarse entre continentes sucedía solo sobre el mar. Salió de Hamburgo, llegó a Guatemala. Fue entre 1927 y 1931. Se trata de un libro, un método Berlitz para aprender alemán que mi abuelo, estudiante en Hamburgo, envió a su primo Lazarito. 

Esa generación se fue extinguiendo. Se los llevó su siglo. Poco a poco, uno a uno muriendo. Es la historia irremediable de las familias, de la humanidad. Se van y en sus espacios vacíos van quedando recuerdos y también símbolos.

 No sé cómo apareció este libro de letra gótica y olor a historia vieja. La buena noticia es que mi tía Margarita me lo regaló. Y ahí, con su letra de principios de siglo XX está la firma de mi abuelo, una y otra vez. ¿Qué mejor fantasma, para asomar en un libro?

Hasta el último de sus días me habló en alemán. Con él lo practicaba. Pero murió cuando yo tenía 16 años y ese idioma que tanto aprendí ahora duerme en el recoveco más escondido de mi mente. Hoy a mis 45 regresa mi abuelo con algunas lecciones. En forma de libro, de nostalgia. ¿Cómo se le llamará a eso?

EL CUELLO DE ADRIÁN

Acompañé a Adrián a tomarse una foto de trámite. Quick Foto. Llegó mi hijo con sus diecisiete años en la actitud. Llevaba su gorra como de costumbre: al revés. Como Juanito Bazooka. Últimas imágenes del niño que deja de serlo.

Gracias a las modernidades digitales, esperamos apenas escasos minutos. Ahí, platicando yo con él, y él con su multitud de adolescentes en el chat.

Me entregan la foto. Y con mirada grande, un hombre me informa que sin gorra, ya de niño no tiene nada. El cuello. Esa parte del cuerpo cambia tanto en los hombres. La foto muestra una nuca ancha. Cuadrada, rotunda. Nada queda de aquel pescuecito que se dejaba morder a besos.

Aquí estoy- dice la mirada del hombre joven que me ve desde la foto. Con la determinación de quien le gusta a donde va. Con la seguridad de saber quién es.  -YA CRECÍ VIEJA, DIGERILO.- vocifera la imagen desde el cuadradito. Levanto la vista. Observo al de carne y hueso, gorra colocada de nuevo.

-¿Qué me ves?- pregunta. No. No es pregunta, es un reclamo. -¿¡Qué!?- reclama otra vez. Vuelvo a la foto, nos observamos durante muchos segundos. Levanto los ojos para verlo a él de nuevo. Busco a mi niño, agradecida miro la gorra y no digo nada. Porque si empiezo, no termino nunca.

DICE PIÑOL

Dice Piñol que fue otra vida. Tan lejos, tan antes. Días de pañales, gobernados por dos pedacitos de gente que nos quitaban el aliento y nos rebalsaban de gozo. El filmaba cada gesto y movimiento. Su cámara tragaba sin cesar. Todo lo primero: pasos, palabras, dientes que salían, dientes que caían. Platos de frijoles. Felicidades en VHS que luego él mismo fue transformando en DVDs. «Pero no todo!» dice preocupado. Faltan episodios que pueden desvanecerse en las rayitas negras con las que el tiempo arruga la cinta.

Yo era y soy la de las fotos. Una avalancha de negativos cayó en una cajita. Reliquia obsoleta que me niego a desechar. Antigüedades. Y el desorden digital es abrumador. Empiezo a inventar órdenes y secuencias. Termino viendo con embeleso a mis niños que ya no lo son. Y no ordeno mucho.

Esa otra vida. Sus capítulos duermen en carpetas pequeñitas. Dentro de computadoras.  Si apretamos los ojos como cuando pedimos deseos sobre las velitas de un pastel, despiertan también en nuestras memorias.  «Parece que fue en otra vida» dice Piñol de nuevo. Muchas son las existencias, y a la vez, una sola.

Él procura custodiar en el universo digital nuestros recuerdos de gobernantes pequeños con olor a Baby Chic. Yo, por si las dudas o los olvidos, lo escribo.

CHAPINA PEQUEÑA VIAJA EN TREN


«¿Qué le pasa a esa señora?» le pregunta con disimulo Barbie 1 a Barbie 2. Como si fuera saltamontes, brinca de ventana en ventana. Toma una, dos, trescientas fotos. Platica sola. Después habla en español a un señor de barba. Él sonríe, levanta un par de segundos la vista, vuelve a su computadora. Ahora le habla a su hijo adolescente y adormilado. Él frunce el ceño, masculla palabritas, cierra sus ojos. Regresa a sus sueños.

Ella continúa el rito de los brincos. Asombrada. Las Versace Barbies ven con curiosidad el morral de colores que lleva la señora. ¿Qué le pasa? ¿Quién toma tantas fotos por las ventanas? No saben estas guapuras con cabello de anuncio y bolsos Gucci, que la señora del morral es chapina. Lo ignoran, pero es la primera vez que viaja en tren de un estado a otro. No imaginan que el otoño la enamora, no pueden sentir cuánto.

Jamás entenderán, estas elegancias cosmopolitas, por qué a esta mujer pequeñita y trigueña, se le escapa por todos los poros, el alma ante tanta belleza…

SIN BATERÍA

A nuestras mamás también las aquejó. Es un padecimiento universal la adolescencia de los hijos. Pero sobrevivieron. Y no tuvieron celulares para la persecución cotidiana. Así funcionaba la cosa: primero pedíamos permiso, ese sustantivo abstracto, que hoy está en peligro de extinción.  Le decíamos a mamá a dónde iríamos y con quién. Ella ordenaba la hora, innegociable, del regreso, advertía las consecuencias de no acatar, y ya.
Las historias de este siglo son distintas. El chat se convirtió en antídoto contra las ansiedades maternales. Estratégico; si lo responde el joven, claro.
La mamá pregunta trescientas veces en donde está. El hijo responde a dos de las preguntas. Avisa que  en Los Shukos, que recogerá a Juanita y a Lolita, para después ir a Cien Montaditos. -¿Quiénes  son ellas? ¿Dónde queda eso? ¡¡¿Comerán dos veces?!! – (Ella). Carita desesperada -¡Ay vieja!- (él).  Al rato vuelve a la carga. Pregunta cien veces en que anda. El chico responde una.  -Llegando mama, tú, fresh.- 19 minutos y 59 segundos pasan,  rastrea de nuevo.
Minuto de silencio.
43 signos de interrogación (ella).  Un signo de exclamación (él.) ¿Información útil? Ya no.
–¡¡¡Mijoooo!!!!—Nada.
Y al final de los finales,  solo hay un chequecito verde, no dos. ¡Uno nada más! El ánimo de la madre se destempla. El joven ya no lee, o sí. Pero hace perdidizo el interrogatorio.
Mamá enloquece. No hay emoticones que representen su alteración. Difícil dibujar una cara transfigurada, mitad demente mitad energúmeno, con botas de tacón, que bailan el Jarabe Tapatío. 
Pero nuestras madres sobrevivieron. Todo llega, todo pasa.
Me quedé sin batería, mama…
A todo esto, la buena de la madre padece otro mal: amnesia selectiva. “¡Comerán dos veces!» Refresquemos nuestras biografías  ochenteras.  Refaccionábamos en La Crepe, cenábamos en Burger Shops, el postre en La Marina del Rey y el café lo tomábamos en Chinos, por supuesto.

La Nieta

Ojalá la vida que aún no llega  tenga a bien regalarme una nieta.
Una niña, pequeñita como su abuela, o grande como el futuro. El tamaño es irrelevante. Un trocito de gente  que se deje cuidar y acompañar, una niña que oiga con paciencia las historias que su abuela le cuente. Alguien a quien le brinque el corazón con la música, despierte con la poesía y le guste usar el cabello largo. Una chica que comprenda muy adentro el efecto que la luna tiene en asuntos de amores, que lo sienta de joven y también de vieja. Una mujer que entienda la magia que otorgan los tacones cuando precisa levantar el ánimo y sepa dejarlos tirados cuando le toque correr.

Que arremangue actitudes cuando lleguen las pruebas y que, al mismo tiempo, a pesar del miedo, procure la sonrisa. Que sea tan completa para, de paso, enseñarme cómo se logra semejante hazaña.  ¡Que lea,  por favor!  Que sea lectora desde pequeñita, que viaje en los textos al infinito y necesite el hechizo de las palabras cada día de su vida. Una niña que se sienta dichosa por los libros que le heredaré. Que me busque en el papel, que me invoque con palabras. Ojalá  que el peculiar brillo que esconden las páginas la deslumbre siempre. Espero que sea de esas mujeres a quienes la curiosidad no las abandona jamás. Tampoco el asombro.
Una niña que me quiera tanto como para contarme sus historias y, aunque antiguas, disfrute de las mías. Alguien que me necesite casi tanto como yo a ella.
Y sí, hoy amanecí ambiciosa, pidiendo grandes deseos.

VIVALDI O BARBRA

No es lo mismo preparar un informe financiero escuchando a Vivaldi y sus violines de estaciones, que hacerlo con la dulzura de Barbra Streisand recordando a mi audífono «The way we were». 
El concierto para violín en F mayor, contando cosas de invierno, la más rotunda de las estaciones de don Antonio, otorga energía a los números. Brincan seguros en las casillas, las fórmulas sonríen. El informe es dinámico, no hay espacio para indecisiones. La historia que narra es de plomo. Trae peso, mucha fuerza.
Cuando la voz de miel de Barbra embruja el ambiente con nostalgias, los números titilan como estrellas. Despacio se colocan en sus celdas, se escurren porque quieren consolar a la cantante, para que no le duelan tanto los recuerdos. Sollozan con la suavidad de la tonada. Su ritmo es suave y lento. Se abrazan y bailan. Dan vueltas antes de ubicarse en sus casillas. Suspiran.

Como sea, trabajar con números en compañía de música, amaina soledades y engaña la rutina. Sea sinfonía, sea balada, alegría o melancolía, eleva la experiencia. Embellece el resultado. Silencios se rompen y nacen obras de arte.


OTRA VEZ EN SOPHOS

Fue en Sophos, ese paraíso que seduce por sus ciudades de libros y por el licuado de maracuyá y cardamomo. Buscaba un libro agotado, y salía con un descubrimiento. Detrás del mostrador, Wellington, el chico que me atendía y quien suele sugerir prodigios, preguntó datos para facturar. Di mi nombre. Un señor en la fila sonrió y me vio como quien encuentra algo perdido. Con cara de mucha letra dijo ─su nombre…─ y el resto de la frase quedó suspendida entre su boca y el aire  ─es maya─ expliqué, anticipándome unos segundos. Es mi costumbre, lo repito como grabadora en call center porque pocos lo saben y muchos preguntan.

Sigue leyendo «OTRA VEZ EN SOPHOS»

ALGO SE ROMPE ADENTRO

Colgado como columpio llevo en el hombro una bolsa de colores. A veces un morral. Dentro traigo un universo, lo de siempre. También un libro pequeño para leer en los semáforos, y un estuche de colegio. Es viejo mi estuche. Creo que lo tengo desde que iba a la U. Aquella otra vida. Es verde limón con una florecita rosada. Adentro conviven lápices, un bolígrafo que no falla, muchos banderines de colores para perpetuar páginas y un marcador fosforescente. El marcador tiene un sticker que palidece. En él se lee una sombra: » Adrián Piñol, 4to grado C». Ha recorrido muchas palabras y hoy se cansó. Su luz amarilla se apagó.

Y no entiendo porque me duele su silencio. Lo froto para revivirlo. Lo sacudo. Lo soplo. No resucita. Y sigo sin comprender porque no puedo dejarlo descansar en paz.


Adrián se graduará el año que viene, el 4to grado C quedará muy atrás. Tal vez el marcador lo presiente, y prefiere no estar. Y digo de nuevo, no entiendo. Porque se nos rompe algo adentro, un cristal, una historia. Se nos hace trizas, a mi marcador y a mí.