Día de lluvia, gris. Retos en el trabajo- eso es bueno. Poco contacto humano -eso no es bueno- demasiado silencio.
El tedio usurpa el lugar que al sol no se le antojó ocupar.
Pero entra la tarde y ocurre el milagro. Llega palmeando vestido de Fandangos. Es una clase mágica y salerosa de buen flamenco. Trae cante andaluz, zapateados intensos y nos hace sentir como si gotas gitanas corrieran por nuestra sangre chapina.
Las manos vestidas de gracia dibujan caricias al aire. Cierta pasión se adueña de nuestras caderas. Las hace conversar, revelan secretos. La habilidad que este baile mágico tiene para elevar ánimos abatidos nos hace revivir y volver a empezar, aunque la luna haya llegado. Nos recuerda la alegría que sentíamos cuando éramos niñas y empezábamos a zapatear, girar y a entendernos con la guitarra.
Gracias Liesel De La Peña por ponerme a sentir tanto después de un día vacío.