LETALES

Sé de dos armas letales. La intención las orienta: o paz o guerra. Son capaces de infligir calor o frío, de acariciar o abofetear. Potentes, se accionan en cuestión de segundos. Y también en cuestión de segundos salvan o hieren, a veces a muerte. Te elevan a las estrellas o te hunden en el abismo. Son La Mirada y la Palabra, colosos que aniquilan al espíritu más agradecido o resucitan a un ánimo muerto. Todos las poseemos. Peligroso es el poder que llevamos en los ojos y la boca, nosotros los humanos.

También existen los silencios: ásperos y despiadados a veces, compasivos y sabios otras. La intención los orienta: o paz o guerra…y sin paz no se vale, tampoco sin estrellas.

LA HERMANA SEGUNDA

Anaí es la hermana que me sigue, la segunda de cuatro. A veces pienso que hubo alguna equivocación en el orden en que a mis papás, les fueron llegando las hijas a la vida. Llegué primero, pero Anaí trajo en su talante mucho de hermana mayor. Le admiro esas formalidades.

Es la más seria, la pragmática, la ordenada. Pone orden en el escritorio con la eficiencia que lo pone en las emociones. Va por la vida con la certeza que van las hermanas mayores, con la tarea de abrir brechas.

Nunca olvidaré la autoridad que su mirada seria le confería, aunque fuera una bebé. Las mismas -autoridad y mirada- que posee hoy.

Para muestra esta foto: yo tengo dos años y tanto, y ella aún no cumplía uno. Anaí ve en el cielo, seria y segura, algo que yo todavía ando buscando.


SOBRINAS


No tuve hijas. Por su sabiduría y  por poseer sentido práctico sobre ciertos asuntos, Dios así lo dispuso. O fue simple tino del destino. Aunque me moría por una niña.


Sabiduría porque llegada a la adolescencia, imagino a una joven con hambre de vida, tratando de ganarle horas de fiesta al horario estricto  y protector de su padre. Escucho conversaciones agitadas: a ella tratando de explicar que la valía de las chicas no se mide por lo alto de sus tacones o lo corto de las faldas, y a su papá, con un corazón rebosante y el hígado infartado, aclarando que con esas prendas, saldría solo al patio de tender de la casa.

Y está la parte práctica. Esta niña que no fue, hubiera llegado a las piñatas con un chongo apuntando el noroeste y el otro al sur. Nada de simetría ni delicadeza hubieran tenido sus peinados. Tampoco listones. Esas esculturas complicadas, ni en esta vida ni en la otra,  hubiera yo podido crear sobre la cabeza de mi chiquita. Tampoco heredaría joyas, no son lo mío. Malos peinados y nada de adornos: dos desventajas prácticas.

Pero tengo sobrinas, variadas y hermosas. Por un lado, poseo niñas que llevan mi sangre y me traen derretida.


Está Ana Paula, la mayor de mis sobrinas, hija de la menor de mis hermanas. Adolescente de trece con porte de modelo, me saca media cabeza.  En ella guarda un cerebro brillante. Algo mío trajo esta niña en sus genes. La costumbre de enamorarse con ánimo romántico -como solo se puede cuando se es joven- y la pasión por la lectura. Van de la mano, creo, el enamorarse y la literatura. Así las cosas, Paula y yo nos entendemos mucho y nos queremos más.


 Después está Mariela, dulce y magnífica como la Nutella, capaz de abrazar con el ímpetu de un ciclón. A veces pienso que es la persona que más me quiere sobre la faz de esta tierra. Me lo hace sentir, lo dice, me da la mano, me hace feliz. Se alegra al verme, y no me cabe la gratitud. Heredó mi tamaño pequeño, y todo apunta a que como yo, se refugiará en el embrujo de la cocina y sus pociones.


La fortuna me consoló. Fui nombrada madrina de ambas desde que dormían en la panza de mis hermanas. Pactos firmados meses antes de que vieran luz. Dichosa yo.

Camila la pequeña, es hermana de Mariela. A sus ocho años es la estratega de nuestros afanes, nadie se resiste a sus encantos. Con  voz ronqueta y ojos de gata joven es dueña de su espacio y el de otros. Todavía emana ese olor a bebé que invita a morderle los colochos dorados que pronto se extinguen. Pero es la jefa.



Tengo también a mis otras niñas. Sobrinas que no llevan mi sangre pero si mi cariño incondicional, a donde sea que la vida las conduzca. Mónica y Virginia son  ya mujeres buscando y encontrando sus caminos. Andrea de trece, se conduce con aire de princesa  y pocas palabras en la boca, pero da discursos luminosos con la mirada. Y la bebé Piñol, a sus ocho años ya es balletista.  Devota de los animales, se llama Melissa y no conoce aún sobre los miedos. Igual juega con perros que con delfines, como si los hubiera conocido en otra vida.


Todas son lindas, grandiosas, y me ocupan los agujeros que a veces siento por no ser madre de mujer.
Siete formas en las que me sonríe la vida.