Tenía mi abuelo Pepe en los años setenta una granja en Fraijanes. En aquel siglo, Fraijanes era un paseo rural. Visitar la granja equivalía a viajar fuera de la ciudad. Ir lejos, a pasar el día o el fin de semana. Yo era muy pequeña, el recuerdo es efímero: una pared naranja, un ganso que correteaba y mordía, y el thermos rojo cuadriculado de mi abuela lleno de café.
Porque para mi abuela resultaba imprescindible hacer un viaje de tales proporciones con termo y sándwiches. Por si a alguien le daba hambre durante el trayecto. Visitar Fraijanes era un proyecto, una aventura a la lejanía. Si era preciso, se hacía una pausa a la orilla de la carretera para que los hambrientos, o los antojados, refaccionaran.
Pero la urbanidad con su acromegalia insaciable se comió a nuestro Fraijanes rural. La sitió e invadió con su ejército de condominios. Hoy es parte de la ciudad, del desaforo comercial y del tráfico macabro de las seis de la tarde. De sus granjas no quedan ni los gansos. Sus silencios se llenaron de sonidos metropolitanos.
Tan citadino lo siento, que salgo de nuestra casa, como si fuera un arroyo, atravieso la carretera a El Salvador, y en menos de cinco minutos estoy en La Torre, en la farmacia o en el Pollo Campero.
Si necesito comprar flores –me encantan las flores- visito a un señor oriundo del lugar que improvisó un puesto floral con tal gracia, que casi parece boutique. Está justo en la entrada a la carretera que lleva a Fraijanes.
En aquellos lejanos y queridos tiempos me daba tiempo de dormir y soñar en el trayecto, refaccionar las viandas de la Yelle y escuchar conversaciones completas de la gente grande. Era un viaje mayor, al campo, un “cambio de ambiente, para respirar otros aires” como diría mi mamá. Nada parecido a mis prácticos y benditos, cinco minutos.
Así crecen las ciudades y así envejecen nuestras vidas. Perplejas por atestiguar tanto cambio.