DAME UN ABRAZO

Anoche leí un relato sobre un abrazo. Un hombre, cuyo hijo partía a combatir en la I Guerra Mundial, lo envolvió en un abrazo fuerte, de miedo y amor. Sabía que su hijo de dieciocho años se dirigía a la boca de uno de los peores lobos que ha conocido la humanidad. Al joven desconcertado, le extrañó la efusión de su padre. No recordaba cuando había sido la última vez que se habían abrazado. No me impresionó tanto el gesto del padre, como el desconcierto del hijo. Yo no puedo vivir sin apachurrar a mis hijos. Los amarro cada oportunidad que su adolescencia me lo permite. Los aprieto y quisiera no soltarlos nunca.


¿Quién puede vivir sin el arte del buen abrazo? Si no lo practicamos nos aislamos, nos alejamos, trazamos distancias inútiles. Pocos gestos regalan la conexión que un abrazo ofrece. Es una transmisión franca y simple de calor. Habla cariño, sin emitir palabra. Un abrazo salva de soledades, reales o imaginarias, consuela en las tempestades y revive de cualquier agonía. Un intenso nudo humano ubica al más perdido y genera energía pura. Si no abrazo a mi gente, me falta algo vital. Siento frío interno, el peor de todos.

Aún no sé qué pasará con el soldado abrazado. Espero que regrese con vida del campo de batalla, y estruje a su padre una y otra vez, hasta que les duelan los brazos y las espaldas. Hasta que se les salgan las lágrimas de tanto sentirse.

















SIN ENVIDIAR A SUPERMAN

No envidio a Superman y sus poderes, he descubierto los míos ¡Soy madre de adolescentes! Aún estoy con vida…y ellos también. Desarrollé visión de rayos X. Cuando organizan “juntes”, detecto con precisión botellas no deseadas ocultas en macetas, mochilas o chimeneas. También poseo habilidades de ilusionista para desaparecerlas. “Ahora las ves, ahora ya no, y tampoco te las tomás”.

Tengo destrezas premonitorias para predecir el futuro. Puedo anticipar la calificación de un examen con solo calibrar la calidad de una tarde de “estudio”, en la que la lección pareciera emanar del Playstation y el resumen para estudiar se escribe en un chat. Adivino donde está un chico, interpretando el silencio de ese aparato que le sirve para todo, menos para hablar con su madre. “Es que no había señal mama, de veras, te traté de llamar”. Poco me falta para poder volar. Soy capaz de transportarme de la cocina al garaje en menos de un segundo, cuando escucho el motor de mi carro que, por arte de magia y sin permiso de nadie, intenta salir con una cabecita que se cree grande al volante. “Solo retrocedí un poquito mamita, para ayudarte a sacar el carro.”

Escucho mejor que la mujer biónica. Puedo oír a través de las paredes los planes tramados en el susurro de una conversación telefónica, y adivinar lo que dice el interlocutor. Y por último, mi olfato es mejor que el de Súper Can. Reconozco hasta las marcas de cigarros que humearon una fiesta, cuando recojo a un joven serio y responsable que, con todo aplomo dice: “Es que todo el mundo fumó mama, vieras. Y si huelo es porque estaba con ellos…”

Nadie como una madre para predecir, prevenir y salvar al mundo de vez en cuando. Aunque pele todos los cables de su cerebro maternal.

UNA PISTA PARA ZURDOS

Cuenta mi mamá, que cuando era niñita, mi abuelo Serra me llevó al Carrusel. Muy tranquilo, me invitó a subir en los carritos. Aquellos que se alimentaban con una moneda y se conducían dando vueltas en una pista. Para mis ojos de preescolar, la ruta era digna de Indianápolis: larga y emocionante. Su tranquilidad duró poco. A mi abuelo se le cayó el poco pelo que le quedaba, cuando vio que su nieta, intrépida al volante, inició su carrera hacia la izquierda, mientras el resto de pequeños pilotos, obedientes al recurrido, lo hacían en la vía correcta: hacia la derecha. Como que no fuera conmigo, nunca me di cuenta de mi desatino vial. Mi alarmado abuelo, chorreado de helado, atravesó la pista de juguete, detuvo mi marcha, y le dio vuelta a mi carrito. Su nieta, pequeña y zurda de pies a cabeza, tenía en la mente otro rumbo.

Una generación después, vino al mundo mi zurdo maravilloso: Javier, nuestro hijo mayor. Una tarde en Loops, la historia se repitió. Con el inconveniente de que ahí, la pista es de Grand Prix y la velocidad es de verdad. Se me cayó el estómago del susto, cuando vi a mi Fitipaldi chiquito y contento, conducir en contravía. Minutos antes lo había visto, y lo hacía en dirección correcta. El final de su vericueto fue feliz y sin tragedia: los encargados del lugar son un equipo de socorristas dignos del Autódromo. En un suspiro pusieron orden. Y Javier, al igual que su mamá treinta años antes, ni cuenta se dio.

Y es que ser zurdo, en un mundo derecho, es una aventura de largometraje. Pero admito: en nuestro mundo alrevesado, la pasamos de lo mejor. ¡Feliz día internacional del zurdo, a todos mis amigos que, en su realidad patas arriba, ven la pista al revés!



¡BESAME ADRIÁN!

Gozo mucho celebrar mis rituales cotidianos. Ir a dejar a mi bebé –de dieciséis años- al colegio, todas las mañanas, encabeza la lista. Me divierte platicar en jerga pubertina, y me gusta escuchar su música de adolescente. Bueno, casi toda, porque hay algunas canciones que suenan a migraña y otras a persecución. Cuando llegamos, siempre lo abrazo y beso como que no fuera a volver a verlo en días. Sé que este ritual pronto terminará, porque crecen y vuelan ¿Qué le vamos hacer? Es la ley de la vida.

Anteayer, cuando iba a besarlo, me detuvo, y al ver mi expresión desconcertada, explicó: “Mami, es que me dejas una boca colorada estampada en el cachete, y que chafa es eso.” Al día siguiente, con la boca de color cartón de huevos, le paré los labios como pececito. “¿Viste? No habrá estampa” le dije. “A bueno, así si mami” y mi adolescente -que se cree mi papá- se dejó despedir como debe ser. No tiene idea mi Adrián la necesidad de apapacharlo que siento todos los días, sobre todo al ver que de bebé le queda muy poco. No imagina el regalo que le da a mis días cuando lo beso y destripo.

Etiquetarlo en este comentario sería una afrenta, porque eso “también es chafa”. No vaya ser que me castigue y me deje sin mis besitos de boca despintada. ¿Qué haría yo?


A MIS CUARENTA Y CUATRO

Amanecí un poco más vieja, ahora tengo 44. Estoy agradecida. El tiempo se ha llevado algunas cosas, a cambio ha dejado nuevas y otras solo han mejorado. Ya no tengo la misma energía de antes para correr 21 kilómetros, las piernas se quejan y la cabeza se revela en un berrinche migrañoso y descomunal. Pero el entusiasmo por recorrer alguna buena ruta sigue intacto. En las noches, para leer, ahora recurro al auxilio de un par de lentes. Pero el gusto por la literatura ha crecido y como al buen vino, los años lo han mejorado. Lo disfruto, sorbo a sorbo, frase a frase, sin prisa. Este añejamiento es balanceado por mi feliz capacidad de sorprenderme ante un verso prodigioso o la grandeza de alguna prosa. Cómo aquella joven que fui lo hacía, descubro tesoros en los buenos textos. Con ellos crezco, siento, río o lloro, ahora con más gratitud e intensidad.

Mis oídos funcionan, pero ya no toleran la bulla y menos la violencia. Aprecian y agradecen la música bonita, se emocionan con ritmos y armonías, los viven y bailan. También disfrutan de la buena tertulia, cada vez más. Con el paso de las décadas aprendí a perderme en el gozo universal de una conversación inteligente, a conocer el mejor lado de mis interlocutores y a celebrar la vida a través del brillo que emana de la palabra. Ahora soy una cuarentona experta en las delicias de la buena charla.

Con el tiempo hay partes nuestras que aumentan y otras que se caen. Pareciera que la balanza del baño reconoce el peso de los años más que el de las libras. Pero aumentan también asuntos felices. Crece el gusto por conocer a personas interesantes y la curiosidad por aprender más de todo, por simple placer. La gravedad es infame y despiadada. Carece de sentido del humor. Su tiranía bota párpados, cachetes y otras partes del cuerpo más grandes y complicadas. Pero también dejamos tirados estorbos innecesarios. Poco a poco, la edad nos hace libres para deshacernos de prejuicios aburridos y algunos de nuestros más macabros miedos. Y en todo el camino, los años regalan experiencia, a todo color y de todos los sabores. No está tan mal esto de envejecer, después de todo.


EL DIA EN QUE NACÍ

Cuenta mi mamá que el día en que nací, el planeta entero estaba patas arriba. Mientras yo, en mi intento por salir a ver la luz y el mundo, le partía el cuerpo a puro dolor, el resto de los seres humanos ponían ojos, atención y oídos a un acontecimiento de suprema importancia. Yo llegaba a esta tierra, y el hombre llegaba a la luna por primera vez. Mi abuela, quien acompañaba a mi mamá en la agonía del parto, veía emocionada la transmisión por televisión del sensacional evento. Todos estaban alebrestados por la conquista espacial, menos mi mamá, quien agotada, se debatía a pulso crudo con las contracciones. Poco le importaron los astronautas y sus proezas, ella libraba su propia conquista. Neil Armstrong estrenó la bandera de Estados Unidos en esa luna de porcelana que desde aquí se ve tan bonita. Mi mamá también se estrenaba en los macabros dolores del alumbramiento, y en el milagro de dar a luz.

Alguien sugirió a mis papás que me nombraran en honor a la luna y su momento histórico. No sabía esta pariente, que mi papá me había bautizado años antes de conocer a mi mamá. Llevo mi nombre desde el día que mi papá conoció a Nicté, la princesa lacandona, en las páginas de Guayacán, la novela petenera de V. Rodríguez Macal. Se enamoró del libro, del personaje y del nombre. Aquel lejano día de lectura, anunció con aplomo y certeza que su primera hija se llamaría así. Cuenta también mi mamá, que a ella no le gustaba del todo, le parecía un poco excéntrico. Pero cuando entró mi papá a conocerme, lo primero que le dijo fue: «ya viste, aquí está tu Nicté.» No importaron la luna, la NASA, o el Apollo 11.

Si mis papás se hubieran contagiado del júbilo universal y galáctico de ese día, hubiera sido complicado: ¿el nombre lunático que les habían sugerido? ¡Selena! No muy, verdad?



ME VA, ME VA, ME VA, ME VA…

«Hacer amigos, andar caminos, me va, me va»


Se dice que quienes escuchan las estaciones de radio que programan música del recuerdo, están envejeciendo sin remedio. Si es cierto, soy vieja desde niña. Siempre me ha gustado la música de antes. Me gustan los recuerdos y también las novedades. Adoro la música.

Cuenta mi mamá que una de las canciones favoritas de mi papá era «Me va, me va, me va» de Julio Iglesias. Ayer la oí, y como siempre, se me hizo poporopo el corazón. Puedo imaginarlo cantándola, lo veo bailando entusiasmado y gracioso. Tanto le fue la vida, pero su paso por ella fue breve, se la bebió a grandes sorbos en 31 años. Me hace feliz identificarlo con el mensaje de esta pieza pegajosa. Es una forma más de revivir a mi muerto más llorado. A mí también me va la filosofía de esta canción. Aunque sea vieja, y por gustarme, yo también lo sea.
«Me va la vida, me va la gente de aquí y de allá
Me va la fiesta, la madrugada, me va el cantar
Me va el color si es natural.
Hacer amigos, andar caminos, me va, me va
Soñar contigo y haber nacido para cantar,

Me va el amor de verdad.»