Mi abuelo Tata era un viejo suavecito y delicioso. De niña, me gustaba comérmelo a puro besito. Lo que le quedaba de pelo era blanco algodón y juguete perfecto para mis manos pequeñas. Él, resignado y sonriente, se dejaba comer y despeinar.
Sus ojos pellizcados y azules como el cielo, habían visto tanto, que siempre tenía algo sorprendente que contar. Vivía rodeado de nietos. Fungió como papá para muchos porque la vida así lo decidió. Enterró a un hijo y dos yernos en cuestión de 5 años. De sus 15 nietos, quedamos 12 sin padre. Éramos pequeñísimos, re traviesos algunos, necesitados de mucho cariño todos. Tata no escatimó en regalárnoslo, nos quiso de mil y un maneras. Nos conocía bien y, portador de una sabiduría simple, supo acercarse a cada niño y darnos lo necesario para sentirnos queridos y protegidos.
El 8 de julio hubiera sido su cumpleaños. Nació con el siglo, en 1903, y lo recorrió con ritmo pausado en un camino sereno. Murió cuando yo tenía 16 años. A esa edad, los adolescentes corremos porque sentimos que la vida nos deja, y ocupada descubriendo mi mundo joven, no platiqué suficiente con él sobre su mundo experto ¡Hubiera aprendido tanto! Con alegría, celebro su recuerdo, es la mejor forma de mantener vivos a nuestros muertos amados.
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Tata, dulce como dona de glacé… |